Por José Gabriel
Martínez
México.- El subcontinente latinoamericano está hoy lejos de la
armonía socioeconómica deseada y prometida por gobernantes de una u
otra inclinación ideológica, razón por la cual sus habitantes han
decidido mostrar su descontento de diversas maneras.
A la ola de manifestaciones y
protestas de descontento social y económico que han sacudido por
estos días a Ecuador, Chile y Haití, que evidencian lo lejos que
aún está la región de gozar de un ambiente armónico de estabilidad,
se suman los pronunciamientos de inconformidad, fragmentación y
alternancia política en las urnas de Bolivia, Argentina y
Uruguay.
Las ciudadanías exigen crecimiento,
desarrollo, inclusión y justicia socioeconómica, anhelos
postergados una y otra vez. No lo exigen para lapsos futuros, sino
para ya.
Malos tiempos para la
continuidad
Con votos divididos, bolivianos,
argentinos y uruguayos han dejado claro que no son buenos tiempos
para la continuidad política. Ante la falta de resultados concretos
en el corto plazo, que garanticen el logro del bienestar y la
seguridad deseadas por todos, las preferencias o inclinaciones
políticas clásicas, sean de izquierda o derecha, pasan a un plano
de menor relevancia.
Atrás quedaron los tiempos recientes
de relativa homogeneidad política. Durante los primeros 15 años del
presente siglo la región protagonizó un inédito viraje a la
izquierda, que permitió consolidar mecanismos de concertación
colectiva y establecer un conjunto de metas comunes.
Si bien el viraje nunca fue unánime,
favoreció un ambiente de integración y cooperación. Los gobiernos
latinoamericanos, con pasados y problemas similares, comprendieron
la importancia de atender con urgencia y priorizar el componente
social de sus naciones.
Se abogó así, aunque no en todos los
casos, por un modelo de crecimiento y desarrollo basado en la
inversión social, gracias al cual millones de latinoamericanos
lograron salir de la pobreza para participar activamente en la vida
económica.
Sin embargo, el modelo de desarrollo
izquierdista adoleció desde el inicio. Basado prioritariamente en
el boom de las materias primas, cuyo fin llegó antes de que se
consolidaran cadenas productivas e inversiones capaces de
garantizar réditos a largo plazo, descuidó sobremanera la necesaria
estabilidad macroeconómica.
El ejemplo más notorio de ello es el
de la Venezuela chavista. Tras grandes conquistas sociales
acompañadas por un notorio crecimiento económico, con mejor
distribución y justicia social que antaño, hoy la nación enfrenta
la más grave crisis económica de su historia, con unos índices de
inflación y escasez que no permiten pronosticar nada positivo para
el futuro inmediato.
Sumado a las debilidades económicas,
más perceptibles en algunos casos que en otros, la ola izquierdista
latinoamericana fue víctima por parte de muchos de sus principales
impulsores de aquello que prometió combatir y desterrar: la
corrupción político-administrativa.
Escándalos de corrupción afloraron en
la Argentina kirchnerista y en el Brasil del Partido de los
Trabajadores, al punto de que líderes fundamentales como Cristina
Fernández, Dilma Rousseff y Lula da Silva han enfrentado o
enfrentan acusaciones en su contra por presuntos delitos asociados
al flagelo.
En el caso de Lula, en un proceso
plagado de irregularidades judiciales, resulta significativo cómo
fue llevado a la cárcel e impedido de contender en las elecciones
presidenciales.
De tal suerte, las debilidades
económicas y la corrupción acabaron con la hegemonía izquierdista.
Los latinoamericanos optaron por la derecha en países como Brasil,
Argentina, Colombia, Perú, Chile, Paraguay, Honduras y Guatemala. A
raíz de ello, muchos avizoraron un cambio de ciclo y un giro igual
de homogéneo a la derecha.
Sin embargo, la reciente derrota de
Mauricio Macri el domingo en Argentina, en beneficio del peronismo
y el kirchnerismo, así como la victoria de Evo Morales en Bolivia
para un cuarto mandato, acusaciones de fraude aparte, demuestran
que el análisis no puede ser reducido a una ecuación de dos
variables: izquierda y derecha.
El panorama electoral se tornaba
complicado para Macri. Cuatro años atrás había vencido a los
peronistas y puesto fin al ciclo kirchnerista, con promesas de
crecimiento económico y estabilidad financiera que siempre estuvo
lejos de cumplir.
Como consecuencia, aunque logró
repuntar en su apoyo popular respecto a los malos resultados que su
formación política obtuvo en las primarias, perdió la presidencia
en favor de Alberto Fernández, lo cual significa que los argentinos
no están dispuestos a decantarse por nada ni por nadie si no se
producen resultados inmediatos que logren aliviar su actual
crisis.
De acuerdo con datos oficiales de la
jornada electoral, la coalición formada en torno a Macri, Juntos
por el Cambio, obtuvo un 40.5 por ciento de los votos, insuficiente
frente al 48 por ciento de el Frente de Todos de Fernández, incluso
para intentar llegar a una segunda vuelta.
En declaraciones a Notimex, el doctor
en Ciencia Política Juan Cruz Olmeda, argentino residente en
México, manifestó que en Argentina es muy visible aún la distinción
entre peronistas y no peronistas.
De hecho, sostuvo, “Macri llegó al
poder gracias en parte a las divisiones que aquejaban al peronismo
y a las distintas reacciones en torno a la figura de Cristina
Fernández de Kirchner”. No obstante, el resultado electoral más que
nada apunta a que el ya presidente saliente fue víctima del voto de
castigo.
“Macri generó resultados muy
distintos a los que prometió y la inflación, aunque es un gran
problema de Argentina desde hace más de 10 años, se agudizó durante
su gobierno”, comentó Olmeda, al tiempo que explicó que Alberto
Fernández y su gobierno tendrán ante sí el “gran desafío”, superior
incluso al encarado por Macri al inicio de su mandato, de alcanzar
resultados en el menor lapso posible para intentar revertir la mala
situación económica de Argentina.
En el caso de Bolivia, mediante una
polémica repostulación y un ejercicio electoral con irregularidades
denunciadas por la oposición, Evo Morales logró su continuidad en
el poder para un cuarto mandato.
Contabilizada la totalidad de los
votos, el Tribunal Supremo Electoral (TSE) boliviano ratificó que
el partido Movimiento al Socialismo (MAS) de Morales alcanzó el
47.08 por ciento de los votos, más de 10 puntos porcentuales por
encima del 36.51 alcanzado por la formación del expresidente Carlos
Mesa, Comunidad Ciudadana.
La diferencia entre la votación de
uno y otro ha sido lo más trascendente de la elección. De ella
dependía la realización de una segunda vuelta, a la que Mesa y los
suyos apostaban para desbancar a Morales, en el poder desde
2005.
Si bien el resultado final descarta
ese segundo episodio del ejercicio electoral, los partidarios de
Mesa se enfrentan a los de Morales en las calles de varias ciudades
bolivianas, alegando fraude y exigiendo una nueva elección.
Sus reclamos son respaldados por
algunos gobiernos y organismos internacionales, como la
Organización de Estados Americanos (OEA), quienes ante el estrecho
margen por el que Morales superó la brecha del 10 por ciento de
diferencia sobre Mesa, y las irregularidades que se produjeron en
el conteo de los votos, sugieren que Bolivia llame nuevamente a las
urnas.
De cualquier forma, dando por buenas
las cifras oficiales, la votación sugiere que Morales no tiene el
amplio apoyo de sus mandatos anteriores. Ello, pese a ser uno de
los presidentes latinoamericano de izquierda que más éxitos
socioeconómicos ha cosechado.
En sus casi tres quinquenios en el
poder, el celebrado presidente indígena, de ascendencia aymara, ha
liderado un país cuya economía ha crecido anualmente a un 4.9 por
ciento como promedio. De acuerdo con los datos más recientes de la
Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal), Bolivia
fue el país que mayor aumento registró en su producto interno bruto
(PIB) en 2018, con un incremento de 4.2 por ciento.
Asimismo, en la era de Morales, la
nación andina no sólo ha tenido estabilidad política y económica,
sino que también ha experimentado avances considerables en la
reducción de la pobreza. De un 60 por ciento de la población que
adolecía en esa condición al inicio del primer mandato del aymara,
hoy la misma roza el 35 por ciento.
Sin embargo, como evidencian toda la
polémica desatada por el resultado electoral y las manifestaciones
en su contra, el presidente boliviano está lejos de aunar a todo el
país en torno a la continuidad de su proyecto.
Variedad política con
idénticas demandas
Los latinoamericanos no optan por un
rumbo político fijo. La reñida elección presidencial en Bolivia y
Uruguay, quizás los dos países donde la izquierda ha sido más
celebrada, socioeconómicamente hablando, sugiere que las demandas
trascienden lo programático e ideológico.
Así, en Uruguay, en lo que son las
elecciones más disputadas en los últimos 15 años, el gobernante
Frente Amplio requerirá someter su continuidad a votación en una
segunda vuelta, a celebrarse a finales de noviembre.
Tras el escrutinio total de la
votación, Daniel Martínez, candidato del partido en el poder,
obtuvo el 39.2 por ciento de los votos, mientras que su principal
rival, el centroderechista Luis Lacalle Pou, del Partido Nacional
(PN), alcanzó un 28.6 por ciento.
El pronóstico para la segunda vuelta
resulta arriesgado. De cualquier manera, el resultado da cuenta de
una sociedad que, desempeño gubernamental aparte, dista de
decidirse férreamente por un rumbo político fijo.
La nueva configuración política
derivada de las recientes elecciones dibuja un mapa en extremo
variado, en el que ninguna línea política tiene garantizada por sí
misma la continuidad o la mayoría absoluta en el área.
Gobiernos tradicionales y nuevos de
izquierda, como los de Cuba, Venezuela, Nicaragua, Bolivia, México,
Argentina y Uruguay -de ganar en segunda vuelta el candidato del
oficialista Frente Amplio-, deberán coexistir con los citados
derechistas y los centristas de República Dominicana, Ecuador,
Costa Rica, Panamá y El Salvador.
Todos deben asumir por igual el
perenne reto de satisfacer las demandas populares, las cuales poco
tienen que ver con el sello político que las gobierne o la
estabilidad económica que se presuma.
Prueba de ello es Chile, que, pese a
tener la economía más competitiva de la región, ha sido el país en
el que con más ímpetu se han hecho escuchar los amplios sectores
populares, poco beneficiados de las utilidades del crecimiento
económico.
La nación austral ha sido
protagonista de cerca de dos semanas de protestas continuadas, gran
parte de ellas bajo los regímenes de estado de emergencia y toque
de queda.
El viernes 25 de octubre, más de 1.2
millones de chilenos se manifestaron en “la marcha más grande de
Chile” para alzar su voz en contra de la desigualdad social en el
país y demandar reformas sociales más profundas que las anunciadas
por el presidente jornadas después del estallido de la crisis.
Si bien las manifestaciones
comenzaron como una protesta frente al aumento del precio del
boleto del metro, ya revertido, fueron evolucionando hasta
convertirse en un reclamo generalizado que exige políticas
distributivas más justas. No se trata de protestas y
manifestaciones sin más, sino de “una crisis de expectativas”.
Así lo definió en entrevista con
Notimex Emanuelle Barozet, investigadora de la Universidad de
Chile, quien considera que el estallido social de su país no puede
analizarse como la respuesta a una crisis económica.
“El problema es que el país está en
la llamada trampa de los países de ingresos medios, que impone que,
para pasar a ser algo más desarrollado o rico, tiene que afrontar
una mejora de la distribución de la riqueza”, dijo Barozet.
La investigadora chilena refirió
además que la situación más bien es una crisis de las expectativas,
porque “el gobierno de derecha no ha cumplido todas sus promesas y
no ha sabido leer las demandas sociales”, como “tampoco lo hizo el
anterior gobierno”. Por ello, agregó, “las demandas se han
acumulado hace 10 años y así, en la olla, ha subido la presión de
esa fecha hasta ahora”.
Los gobiernos pueden seguir optando
por gobernar de espaldas a los grandes reclamos, pero la ola de
manifestaciones populares y los pronunciamientos en las urnas
aconsejan todo lo contrario.
América Latina dista de la armonía y
de pretender un rumbo político único. Como el caso chileno y el
boliviano sugieren, por sólo citar dos de los ejemplos más
recientes, es mejor superar las ataduras de las tradicionales
etiquetas políticas y gobernar en beneficio de todos.
Crecimiento sí, pero sin descuidar la
justicia social y la democracia, y sin marginar económica o
políticamente a sector alguno, es la lección que parecen dar las
manifestaciones políticas recientes.
INFOMX/INFOMX/NTX/JGM/EDMS